Carta del Arzobispo de Sevilla
‘En la Solemnidad de la Ascensión’
Queridos hermanos y hermanas:
Celebramos en este domingo la solemnidad de la Ascensión del Señor, su regreso al regazo del Padre. No es difícil imaginar la tristeza de los discípulos ante la marcha de Jesús. En los tres últimos años han vivido con Él una experiencia preciosa. Han conocido su intimidad, han gozado de su amistad, han oido de sus labios las palabras más verdaderas escuchadas jamás. Sus corazones se han inundado de luz y de esperanza. Es natural que se resistan al adiós y que se les parta el alma ante la despedida del amigo, cuya verdad ha dado a sus vidas un nuevo sentido y una insospechada plenitud.
Pero los Apóstoles no viven la despedida del Señor como una tragedia irreparable. Jesús les ha ido preparando, les ha ido dilatando la mirada y les ha abierto el horizonte. Es bueno que yo me vaya, -les ha dicho- para que vosotros podáis predicar por doquier cuanto habéis visto y oído.
En realidad, la Ascensión del Señor no es el adiós definitivo o la despedida sin retorno que provoca la pena lastimera. Con su marcha al Cielo, el Señor inaugura un modo nuevo de presencia entre nosotros y un modo también nuevo de ejercer su misión. Su ausencia es más aparente que real. Después de la Ascensión comienza a estar entre nosotros de otra manera. Así nos lo asegura San León Magno en una homilía sobre esta fiesta: Jesús bajando a los hombres no se separó de su Padre y cuando vuelve al Padre tampoco se aleja de sus discípulos. Al encarnarse no pierde su divinidad, ni su intimidad con el Padre. Ahora que regresa al Padre no pierde su humanidad, ni su comunión con nosotros.
Subiendo al Cielo, Jesús ha llevado algo de nuestra humanidad al corazón de Dios. Su Ascensión es anuncio gozoso de nuestra ascensión y de nuestro retorno con Él. De ahí el tono alegre y esperanzado de esta fiesta, que se incrementa si tenemos en cuenta que al marchar, mucho de su humanidad ha quedado entre nosotros: su Palabra, su presencia en los hermanos y en la Iglesia, sacramento de Jesucristo y, sobre todo, su presencia resucitada en la Eucaristía, que hace verdadera su promesa de estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 19,20). Jesús no ha marchado sin nosotros, y nosotros no nos hemos quedado sin Él.
La misión de Jesús, después de su resurrección se prolonga en la misión de sus discípulos, a los que transmite el encargo que Él recibiera de su Padre: ir al mundo entero y anunciar la Buena Noticia. Es natural que ante la marcha Jesús queden embobados y aturdidos. Es el adiós de quien ha dado un nuevo sentido a sus vidas. Los ángeles les hacen volver a la realidad: No os quedéis ahí parados mirando al cielo (Hch 1,11). No es el momento de sentimentalismos ni de nostalgias. Hay mucho que hacer. La tarea ha comenzado.
Por ello, se volvieron a Jerusalén con gran alegría (Lc 24,52). Allí esperarán la llegada del Espíritu prometido, que les revestirá de la fuerza de lo alto (Lc 1,78) para iniciar el anuncio de lo que han visto y oído, de lo que palparon y tocaron con sus manos (1Jn 1,1), de su convivencia inolvidable con el Hijo de Dios. Y Jerusalén se llenará de la alegría que Jesús puso en los corazones de estos discípulos, que nada ni nadie les podrá arrebatar (Jn 16,22).
También a nosotros, que celebramos en este domingo la Ascensión del Señor, Jesús nos hace destinatarios de su misión y heraldos de su Buena Noticia. Nos encomienda enseñar lo que nosotros hemos aprendido, divulgar lo que a nosotros nos ha acontecido, que Él nos ha devuelto la luz, la vida y la esperanza. Todo ello es posible, más allá de nuestras vacilaciones, porque Jesús se ha comprometido con nosotros, a pesar de nuestra pequeñez. El Señor no se ha marchado, vive en nosotros, camina a nuestro lado y actúa por nuestro medio, como actuaba con ellos (los Apóstoles) y confirmaba la palabra con los signos que los acompañaban (Mc 16,20).
Como los discípulos de Jesús después de Pentecostés, hemos de acercarnos a este mundo nuestro, con sus luces y sus sombras, en progreso constante y al mismo tiempo lleno de heridas, tan diversas y tan dolientes. Hemos de ser en él testigos de la alegría cristiana, de la paz, la esperanza y el amor que nacen de la Buena Noticia del amor de Dios por la humanidad. Hay demasiado dolor e infelicidad en nuestro mundo como para que los cristianos creamos que ya está todo dicho y todo hecho. Jesús y su Evangelio siguen siendo una asignatura pendiente en el corazón de los hombres de hoy, y a nosotros se nos ha confiado su anuncio desde las plazas y las azoteas del nuevo milenio.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla
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