Viernes 12 de Abril:Meditación para la Estación de penitencia con la Sagrada Entrada en Jerusalen
De las Disertaciones de san Andrés de Creta, obispo
Venid, subamos juntos al monte de los Olivos y sal-
gamos al encuentro de Cristo, que vuelve hoy desde Be-
tania, y que se encamina por su propia voluntad hacia
aquella venerable y bienaventurada pasión, para llevar
a término el misterio de nuestra salvación.
Viene, en efecto, voluntariamente hacia Jerusalén, el
mismo que, por amor a nosotros, bajó del cielo para
exaltarnos con él, como dice la Escritura, por encima
de todo principado, potestad, virtud y dominación, y de
todo ser que exista, a nosotros que yacíamos postrados.
Él viene, pero no como quien toma posesión de su
gloria, con fasto y ostentación. No gritará —dice la Es-
critura—, no clamará, no voceará por las calles, sino que
será manso y humilde, con apariencia insignificante,
aunque le ha sido preparada una entrada suntuosa.
Corramos, pues, con el que se dirige con presteza a
la pasión, e imitemos a los que salían a su encuentro.
No para alfombrarle el camino con ramos de olivo, ta-
pices, mantos y ramas de palmera, sino para poner bajo
sus pies nuestras propias personas, con un espíritu hu-
millado al máximo, con una mente y un propósito sin-
ceros, para que podamos así recibir a la Palabra que
viene a nosotros y dar cabida a Dios, a quien nadie
puede contener.
Alegrémonos, por tanto, de que se nos haya mostra-
do con tanta mansedumbre aquel que es manso y que
sube sobre el ocaso de nuestra pequenez, a tal extremo,
que vino y convivió con nosotros, para elevarnos hasta
sí mismo, haciéndose de nuestra familia.
Dice el salmo: Subió a lo más alto de los cielos, hacia
oriente (hacia su propia gloria y divinidad, interpreto
yo), con las primicias de nuestra naturaleza, hasta la
cual se había abajado impregnándose de ella; sin em-
bargo, no por ello abandona su inclinación hacia el gé-
nero humano, sino que seguirá cuidando de él para irlo
elevando de gloria en gloria, desde lo ínfimo de la tierra,
hasta hacerlo partícipe de su propia sublimidad.
Así, pues, en vez de unas túnicas o unos ramos inani-
mados, en vez de unas ramas de arbustos, que pronto
pierden su verdor y que por poco tiempo recrean la
mirada, pongámonos nosotros mismos bajo los pies de
Cristo, revestidos de su gracia, mejor aún, de toda su
persona, porque todos los que habéis sido bautizados en
Cristo os habéis revestido de Cristo; extendámonos ten-
didos a sus pies, a manera de túnicas.
Nosotros, que antes éramos como escarlata por la
inmundicia de nuestros pecados, pero que después nos
hemos vuelto blancos como la nieve con el baño saluda-
ble del bautismo, ofrezcamos al vencedor de la muerte
no ya ramas de palmera, sino el botín de su victoria,
que somos nosotros mismos.
Aclamémoslo también nosotros, como hacían los ni-
ños, agitando los ramos espirituales del alma y dicién-
dole un día y otro: Bendito el que viene en nombre del
Señor, el rey de Israel.
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